miércoles, 27 de noviembre de 2013

GITANO

H. acude desde su llegada a España a una escuela pública cercana a casa.  Es un centro pequeño que fue elegido con un único criterio: "cercanía". En ese criterio se me iba la vida. Inicialmente, yo sólo aspiraba a poder conciliar mi estrenada maternidad con mi trabajo. Un trabajo que, hasta entonces, absorbía mi vida.

Los años han ido pasando, y la acogida humana de compañeros, la generalidad de los docentes y buena parte del equipo directivo me han mostrado que hay otras razones que hacen sólido mi deseo de permanencia. Gracias a esa parte más humana he ido resistiendo algunas dudas que he tenido en el camino en relación al criterio que debía prevalecer. Me gusta el centro al que acude mi hija, puede mejorar, como todo en esta vida, pero me doy por satisfecha. Ella no imagina otra realidad posible.

Y pienso en ello por uno de los elementos que la ha perturbado desde siempre. H. utiliza el servicio de comedor del colegio algunos días a la semana. Y allí, en el comedor, descubrió hace años "a los gitanos". Nuestro centro está enclavado en una zona limítrofe entre dos barrios con diferente estándar socioeconómico y hay bastante diversidad social en las aulas. Me resulta curioso que sea escasa la diversidad de origen étnico pero ese es otro tema. Dicho esto, H. en su centro, a los únicos que ha percibido como diferentes y con valoración negativa, es a los niños gitanos con los que compartía en el comedor. "No hacen caso, gritan, dicen palabrotas,..." y un largo etcétera cargado de tópicos que he ido escuchando a lo largo de los años. Allí descubrió y repitió todos los estereotipos y prejuicios que existen en relación a las personas de etnia gitana. 

He tenido que trabajar mucho para que hablara en términos nominales y no colectivos, para decir que los gitanos eran esto o lo otro, siempre con contenido negativo. Independientemente de que esos niños, a través de su comportamiento, hicieran honor a los estereotipos imperantes, siempre he creído injusto que seas juzgado negativamente por pertenecer a un colectivo particular. Corregí una y otra vez sus expresiones, insistí en que me hablara de personas, que no generalizara sólo por el origen étnico. Y en eso avanzamos muy lentamente, a la velocidad que le permitía su experiencia directa, que a menudo validaba el estereotipo y tiraba por tierra mis discursos encaminados a lograr lo contrario. Poco más podíamos hacer, que insistir.

Poco más hasta que D. entró en nuestra vida.


D. es un niño gitano que al repetir curso está ahora en la clase de H. Y su llegada a derribado la montaña de prejuicios de mi hija. Desde la primera semana de clase mostró su asombro: "Mamá...D. es gitano pero es tan bueno". Y ciertamente debe serlo porque no es la suya la única opinión que he escuchado en ese sentido. 

Ayer, me crucé con él en la calle y emana una dulzura que es imposible te deje indiferente. D. ha derrumbado con su presencia y comportamiento todos los estereotipos e ideas preconcebidas de mi hija en torno a los gitanos. Algo que antes era una certeza, ahora es sólo una de las posibilidades, ve matices donde antes solo veía un color. Ahora sabe, que ser gitano en sí mismo no presupone nada más que eso, que eres gitano, como ella es negra o yo soy una madre soltera. Es una cualidad que nos describe pero no nos categoriza y mucho menos evalúa, etiqueta, denigra.

Y a mi me encanta que D. forme parte de la vida de mi hija. D. y toda su familia porque la misma ternura, amabilidad y cercanía despierta el resto de integrantes del clan.

Y cuando pienso en esto reafirmo lo importante que es la experiencia, el darse la oportunidad de exponerse a la vida, a sus presencias y ausencias. El ir con la mente dispuesta a pensar distinto, a ampliar la mirada, a dejarse sorprender.

Me gusta la mirada dulce e inocente de D. y espero que la vida le de todas las oportunidades que merece para que con él podamos seguir aprendiendo y creciendo.

sábado, 16 de noviembre de 2013

EMOCIONARIO...

MIEDO: J. me pide una cita para hablar conmigo. "Creo que vuelvo a estar mal". Me encuentro con ella y su aspecto externo no denota ese malestar. Se le ve bien. Sonríe. Habla pausadamente. No llora. Me relata cómo están sus historias y siguen reflejando logros. Señalo todas las fortalezas que sigo viendo. Hago énfasis en todas las que ella narra. Termina diciendo "Me quejo de vicio" y sonríe, pero a veces me asusto y necesito venir a contártelo, eso, que estoy asustada, pero al escuchar mis palabras, cuando me escuchas y me escucho, me tranquilizo. Y entonces sé que estoy bien.

He visto muchas veces las cicatrices que J. tiene en sus muñecas, en sus brazos. Sus cicatrices reflejan el daño que, siendo aún una adolescente, se autoinflingía. Así descargaba su miedo y su ansiedad. Han pasado más de dos décadas desde entonces. Cuando la conocí, hace una, ya no se hacía daño pero tenía mucho a favor para recaer. Juntas y gracias a muchas cosas, además de mi apoyo, fue saliendo adelante, encontrando la manera de reconciliarse con su pasado, de encontrar recursos internos - que tiene muchos- y externos, en los que apoyarse; de ver posibilidades donde antes sólo fue capaz de encontrar inconvenientes. J es una superviviente y una mujer muy resiliente.

DESCONSUELO: Mientras tengo esta entrevista escucho en el pasillo un llanto desconsolado. Es tan profundo que súbitamente se encoge mi corazón. Desvío mi atención para tratar de percibir si alguien acude en su auxilio. Oigo voces alrededor pero el llanto continua. Sólo cuando veo salir a C. me tranquilizo. Ella sin duda manejará la situación si se requiere. A los pocos minutos vuelve a entrar, me mira porque sabe que estoy con ella. Su mirada me calma. Poco a poco el llanto se serena. Al terminar mi entrevista le pregunto a C. por lo que ha pasado. "Ha sido G."... G. viene a vernos. Ha sido su primer encuentro con nosotros.

G. acaba de tener un grave accidente de coche mientras estaba de vacaciones en un país bastante lejano, a los pocos días a llegar allí. Con su bebé de pocos meses. Sin hablar el idioma. Sin red afectiva de apoyo salvo su pareja que también viajaba en el coche. Vuelven a casa vivos, que al parecer no es poco, con daños visibles en sus cuerpos, salvo el bebé al que aparentemente no le ha pasado nada. Llegan con daños que no soy capaz de medir en trascendencia pero desde luego con un daño emocional intenso. Daño por lo que ha sido realmente. Por lo que podía haber sido. Por lo que no sabemos si será. Estrés postraumático lo llaman. Normal, ante una situación anormal. Pequeños o grandes accidentes emocionales que G. ha tenido que ir sumando a sus espaldas en los últimos años. Situaciones que requieren de tiempo para ser asimiladas. Que requieren de apoyo. Que demandan toda nuestra capacidad de ver lo positivo, en medio de tantas cosas negativas.

VALENTIA: A E. le dijeron que tenía una bomba de tiempo en su cabeza y valientemente decidió que había que desactivarla a pesar de los riesgos que eso implicaba y que todos conocíamos. Desenredar las venas que en tu cabeza han decidido enredarse requiere de grandes dosis de sabiduría, serenidad y valentía. Y E las tiene, las tres aunque, como todos, unos ratos más que otros. Esta semana comenzaba así, con ella apostando por vivir, por bien vivir. Nuestros corazones latiendo a su compás. Todo fue bien, los sabios doctores dicen que están desenredadas, y su evolución de estos días ha sido muy favorable, tanto, que E está en casa y ayer la hemos ido a ver. Se ve bien. Ella también ha sido desde niña, un ser muy resiliente.


INSEGURIDAD: Y, claro, está H. que vive conmigo y esta semana se ha sumado a mis tormentas. Ella que es la más significativa. La que está creciendo y aprendiendo. En quien tengo que serenar mareas, calmar daños, ofrecer herramientas. Su corazón tan intenso se enfrenta a todas las batallas (relacionales) dándolas por perdidas. Sintiéndose una víctima. Doliéndose en sus miedos. Y yo, que la sé fuerte, sin embargo tengo que aprender a ir despacio, porque ella es un león herido que siempre se defiende de su fragilidad. Sabe que está tocada. Y sabe también que ha de protegerse para no estar muerta, así que saca su furia y no deja que calme sus heridas, que son pequeñitas, pero aún así le recuerdan que pueden llegar a ser mayores. 

De terapeuta sí, desde que amanece el día hasta que se oculta el sol. Y estoy cansada, tratando de mantener la calma y atender cada cosa en su momento. Y dándole a cada una su espacio. 

Sin pretenderlo, acabando la semana, me encontré con esto que me parece un buen material para trabajar emociones con niños. Y, porque no, con adultos!